Es un escritor, no sólo un tipo que
escribe. Después de matar a su socio con el que compartía un negocio de
fontanería en el que no cuadraban los números, pasó por la cárcel haciendo
amigos en los talleres de cerámica. Salió con la decisión tomada de que nunca
más volvería a escribir novela negra. Ya los personajes le eran demasiado
familiares. No podrían colarse en su antigua mentalidad de niño salido del aula
parroquial. Se dedicaría a partir de
ahora a la poesía, sí, a la poesía, para que el medio y el fin coincidieran. Se
quemó los dedos en la última calada, y el despojo del puro se cayó a los pies
de aquel vagabundo que con cuarenta grados a la sombra iba con chaqueta de
pana. Los pobres suelen distinguirse porque ellos mismos son su fondo de
armario. A su lado, un perro lamía un salivazo del suelo. Ambos miraron a
nuestro recién estrenado poeta y a sus cicatrices. La soledad identifica a sus
víctimas a distancia. El alcohol, también. El vagabundo hacía honores a una
caja de vino barato. Nuestro poeta sin un verso con que aplacar la rayada de su
estómago, se imaginaba bailando los
hielos de un vaso ancho. El perro le ladró con cara de perro. El vagabundo tocó
un poco amargado la flauta dulce. El se dijo en voz baja y con la lengua
quemada: Qué será de nosotros cuando dejemos de pensarnos. Un tiro al
fondo de la calle seguido de una sirena le recordó que la novela negra sale en
los periódicos. Cuando dejemos de pensarnos... el perro volvió a
ladrarle con cara de no haber pensado nunca. Y qué más da lo que ocurra cuando
un hombre se adentra en la desmemoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario