¿Jugamos a los masajes?,
invitó la niña respirando forzadamente por la boca. Sabía ella que era algo
inapropiado ese juego en el que buscaba sentir su propio cuerpo. Pero
necesitaba las manos flojas e inseguras de ese niño estúpido que no encontraba
divertido el masaje. Lo convenció con movimientos que él tildó de extraños.
Empezó por las piernas flacas de su amiga que se había tumbado boca abajo en el
sofá. No conforme, se subió el vestido hasta la cabeza invitándolo a seguir el
manoseo por la espalda. El niño frotaba la piel ahuesada sin ningún entusiasmo,
hasta que ella cerró los ojos y se puso a soltar pequeños suspiros. Eso le pareció
interesante. Empezó a comprender la relación que había entre el movimiento de
sus manos con los retorcidos gestos que se dibujaban en la cara de su compañera
de juegos. Dependiendo del lugar de contacto, de la presión que ejercía, y del
tiempo que se demoraba, la niña se contorneaba más o menos. También en el
culete, acertó a decir ella con un hilo de voz. El niño, obediente, se puso a
la tarea y amasó los mofletes traseros lo mejor que supo. Ella movía las
caderas y se arqueaba como una pequeña serpiente ante su manipulación. El acabó
por ponerse nervioso y le dio un azote con el que dio por terminado el masaje.
Ahora me toca a mí, dijo harto de su papel de mandado. La niña, algo
decepcionada, se levantó, se arregló la ropa y se fue a buscar a sus amigas
mientras le decía que otro día, que ya no le apetecía jugar con él. El niño
supo que sus relaciones con las niñas serían siempre conflictivas y
decepcionantes.
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