El resplandor de la santa rebota en
el suelo y se adentra por su campo de Higgs, por su explicación de la vida a
golpe de partos y abortos en una sucesión de éxitos y fracasos que vaya usted a
saber. Sus caricias son bofetones de aire que ahuyentan las pestañas que
tendían a posarse en las condecoraciones del militar empalmado y beodo, tan
entregado a su masculinidad que olvida que ella trabaja con las caderas de
aceite. El alcohol lo desnuda de alma para arriba, y ella sabe sacarle los
colores al niño que se perdió bajo la gorra. Prostituta y militar hacen el amor
y la guerra a partes iguales, en una tosca interpretación de garaje, emulando a
Afrodita y Ares.
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