Taburetes altos con forro azul en una línea que tiende a la oscuridad del fondo de una barra con ceniceros de otra época, vasos de tubo y miradas suspicaces. Un garito en el que alternan policías fuera de servicio a quienes les gusta jugar a malotes con delincuentes y chivatos de poca monta. Hablan de películas de serie B y noticias locales, de mujeres duras que los ponen firmes y de disparos al aire, porque en ellos todo es aire. Huele a fracaso, a cocaína confiscada, a sudor del final del día, a callejones con gatos que aúllan a Luna tuerta. La camarera ha oído tantas burradas entre su clientela que no le extrañaría escuchar rebuznos en búlgaro. No se queja de las escasas propinas porque le arreglan multas sin pagar y le tramitan asuntos siempre farragosos. Le muestran respeto y cariño a la hosca manera con la que están enseñados. Nadie que no sea conocido o conocido de un conocido entra en "El crack". Casi todos son hombres. Las mujeres vienen con los hombres, nunca solas. Una foto de Germán Areta empuñando un revólver cuelga de una de las paredes desconchadas, cerca de ella yace un billar sin bolas como un cementerio de vasos vacíos. Después de unas copas, la clientela se enzarza en teorías peregrinas sobre el fin del mundo. Nadie lo reconoce en voz alta, pero la posibilidad de un inminente Apocalipsis a todos les lubrica. La camarera les baja el entusiasmo diciendo: "No esperéis demasiado del fin del mundo". Y beben sumidos en pensamientos pesados con los hombros rígidos. Para los habituales del crack, Quentin Tarantino es un maricón psicópata que hace películas con fulanos de trajes robados y colonias de marca interracial; maricones todos de la vieja escuela, no como los de ahora que te lo explican con orgullo eso de darse por el culo. Señales de alboroto vienen de la calle. Un tipo rubio entra en el local sujetándose el estómago. Ha recibido varias puñaladas. Suplica ayuda. Alguien pide a la camarera que suba el volumen de la música. El tipo cae al suelo. Allí dejan que se desangre. Ninguno de los parroquianos abandona su bebida ni hace pausa en la charla. A la hora del cierre, sacan el cadáver a la calle y llaman a los compañeros que hacen el turno de noche, después se van a casa. Ha sido una jornada como otra cualquiera. La camarera baja la persiana casi hasta abajo, cierra la puerta, se sirve una copa con mucho hielo, pincha la banda sonora de "Solos en la madrugada" de Jesús Gluck, y se pone a fregar el suelo.

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