Suelo
intercambiar chascarrillos inocuos con mi vecino Brahim. Ha venido de Argelia.
Tiene una mujer recluida entre trapos, paredes e hijos pequeños sobre los que
no lleva la cuenta. Brahim realiza
chapuzas a domicilio y exprime las ayudas sociales que un país endeudado más
allá del 120% de su producto interior bruto pone a su disposición.
<<Somos así de chulos>>, le digo.
Me cae simpático Brahim; es
sociable, algo pícaro y muy formal con los deberes de su religión. Aunque me
llama amigo, sé que no lo soy. A pesar de que nos llevamos bien, para él, en el
mejor de los casos, soy un hombre profundamente equivocado. Me suele recriminar
que los occidentales, o carecemos de valores, o los tenemos viciados. En el
peor de los casos, para él soy un perro infiel que es despreciable ante Alá y
ante sus seguidores. Brahim puede engañarme, incluso debe, si así favorece a sus
creencias. Puede utilizarme, incluso debe, si es conveniente para su causa
eterna. Brahim se subyuga a su dios, y por lo tanto, cualquier cosa es posible
por el manejo perverso que los hombres hacen de dios. "Alá y sus
mensajeros están exentos de responsabilidades para con los idólatras"
(Sura 9:3).
Para qué negarlo, Brahim me
desprecia, aunque agradezco que disimule. Sé de su desdén hacia mí porque lo
declara hacia los otros cuando está conmigo.