En
las huertas se cultivan hombres deslomados, riñones quejumbrosos, caras
sofocadas. Las huertas son el respiradero del jubilado, el soporte vital de
quien no soporta la vida desparramada de las aceras. En las huertas el hombre
busca el último asidero a la productividad, la razón para salir de casa, el
orgullo de poner en la tierra una simiente y sacarla de la tierra hecha una dama.
La ecología no entra en el diccionario del hortelano. El sudor es la prueba de
su autoestima.
Alfie Evans fue un bebé inglés al
que los médicos dieron por amortizado, apelaron a un juez para desenchufarlo
contra el criterio de padres y de algún otro hospital que ofrecía sus
servicios. Alfie Evans, ajeno a la burocracia y ética de los vivos, vivió y
murió como si supiera algo que los demás ignoramos. Los incrédulos que no creen
en la permanencia de lo que no está sometido a transitoriedad, aceleraron sus
razonamientos a la hora de darle matarile. Los que sí dicen creer en la
posdata, ahuyentaron su muerte como si fuera una condena definitiva e injusta.
En cualquier caso, fue la demostración de que un Estado hace el ridículo
tomando decisiones sobre la vida de los individuos. Digo ridículo, por no
cagarme en su puta madre, porque no la tiene. La naturaleza humana chirría
maravillosamente, pero la burocracia que nos imponemos como orden de
convivencia, es directamente mutiladora.
Jorge no tiene huerta. Jorge está en
su casa viuda. Jorge está harto de estar sometido a dios, a la ciencia, a los
axiomas sociales y al Estado. Jorge toma la decisión de hacerse con las riendas
de su destino: abre la ventana de su cuarto, se encarama al alféizar, cuando va
a saltar el frío del exterior le paraliza; vuelve dentro de la habitación, coge
un abrigo del armario, se lo abotona hasta arriba y se precipita al vacío con
la sonrisa estúpida de quien se siente libre por última vez.