La
enseñanza va dirigida al pensamiento: a persuadir, a ablandar, a que se
cuestione a sí mismo, a que verifique su fiabilidad. Las palabras se usan en la
enseñanza para crear la sensación de paradoja. Lo importante viene del silencio
que se extiende entre una palabra y la siguiente, incluso en el sonido de la
palabra mientras se emite. Lo importante es la presencia que se densa, que se
levanta reivindicando la ausencia de límites.
Con
la indagación se buscan grietas en los muros que hemos construido a nuestro
alrededor con la excusa de protegernos. ¿Protegernos de qué o de quién? Creemos
en el miedo y en sus agentes activos. Somos unos crédulos. Qué es eso que ponemos
tanto cuidado en proteger. Guardamos baratijas bajo cien llaves. Lo único de
valor con lo que contamos no puede ser robado ni atacado, pero el miedo nos
impide disfrutar de esa joya de valor incalculable.
Con
la devoción vamos agrandando el amor hacia aquello que para nosotros está
al otro lado del muro, aunque eso que amamos no entienda de lados ni de muros.
La devoción es otra manera de empujar el obstáculo para que caiga. El amor al
otro tiene el poder de convertirnos en el otro.
Con
la rendición dejamos de empujar para que pasen cosas. La rendición es el
reconocimiento (o el agotamiento) de que nada podemos hacer. Nos entregamos.
Espontáneamente el muro deja de estar ahí. Espontáneamente comprendemos que
nunca estuvo ahí. Espontáneamente descubrimos que somos la joya misma que
anhelábamos conquistar. Espontáneamente comprendemos la imposibilidad de poseer
lo que somos. Poseer es un verbo que conjuga estupideces. Espontáneamente
desvelamos la ilusión hipnótica a la que nos hemos prestado durante tanto
tiempo. Espontáneamente surge el perdón porque el error ha caído. Sin miedo
todo es posible.