El
sobrino era un mozo bien plantado, de ojos guasones y tendencia al donjuanismo,
incluso cuando la oportunidad no era la adecuada. Acomodó los cojines del sofá
a su anciano tío - enfermo pulmonar y renal crónico -, al tiempo que sonreía a
la asistente social que estaba de visita reglamentaria. Le ofreció un café a la
muchacha. Ella aceptó. El viejo se quedó solo en la sala mientras ellos iban a
la cocina. Oyó reír a los jóvenes de forma agitada, con las maneras típicas del
flirteo. El anciano se debatía en su interior entre denunciar su situación o
seguir sufriendo los desmanes de su cuidador, ese sobrino hijoputa que a los
ojos del barrio estaba haciendo una obra de sacrificio amoroso. Solía declarar
el sobrino que cuidaba en casa de su tío para que no tuviera que pasar sus últimos
años de vida en una residencia de mala muerte. El mozo cobraba un sueldo por su
labor y tenía acceso a las cuentas de su tío soltero, que visto lo visto, había
sido muy ahorrador. Al principio, se portó bien con él, hasta que obtuvo su
confianza y logró que el anciano hiciera las gestiones pertinentes para
nombrarle beneficiario de sus bienes. Desde entonces, su comportamiento había
cambiado. El cuidador se cansó y solo pensaba en los beneficios de que su tío
dejara de respirar. Pero debía seguir igual de encantador a los ojos del mundo.
El viejo se removía en el sofá entre dolores y cojines. La asistente social le
había hecho las preguntas de rigor, le había acariciado la palma de la mano y
había lanzado un par de suspiros de conmiseración. Luego ya se había olvidado
de él y se centró en el sobrino, que si necesitaba ayuda a domicilio para
lavarlo, que si necesitaba tiempo para sí mismo, que si... La asistente le
comentó al anciano que ¡menuda suerte! tenía de estar tan bien cuidado. El
viejo sintió que se le aceleraba su precaria respiración, pero calló y bajó la
mirada al suelo por temor a que su sobrino tomara represalias más tarde. Ahora
ambos jóvenes estaban departiendo en la cocina como si nada, como si ayer él no
se hubiera caído en el pasillo y su sobrino pasara horas sin ayudarlo a
levantar. Cuando iba de un lado a otro de la casa, simplemente pasaba por
encima de su cuerpo, le insultaba con expresiones como "inútil de
mierda", y seguía a lo suyo. Al caer la tarde se dignó a levantarlo y de
malos modos lo tumbó en la cama, sin cambiarle el pañal ni darle de cenar. Hoy,
sabiendo que venía la asistente social, le ha hecho la higiene a toda prisa, le
ha peinado, dado de desayunar, puesto el pijama nuevo y sentado en el sofá, no
sin antes proferir la amenaza de romperle la cabeza si soltaba alguna
inconveniencia. Cuando la trabajadora social se vaya, su sobrino abrirá una
botella de vino blanco y se sentará ante la televisión a ver deportes todo el
día. Mientras tanto, el anciano se quedará en la cama sin moverse, con los ojos
puestos en el techo, con dolores continuos, sin tomar la medicación a su hora y
aterrado ante cuál será la siguiente tortura de su -a ojos del mundo-
abnegado y afectuoso cuidador.